Por CiudadanIA

Durante décadas, en Argentina, saber comunicarse en inglés fue considerado un diferencial clave para acceder a mejores empleos. Hoy, en plena revolución de la inteligencia artificial, ese lugar ha sido ocupado por una habilidad más etérea y, paradójicamente, más excluyente: saber escribir instrucciones para máquinas.
El prompt engineering —el arte de comunicarse efectivamente con modelos de lenguaje como ChatGPT— se ha transformado en un nuevo filtro laboral, no solo en trabajos tecnológicos, sino también en profesiones como el derecho, el periodismo o el marketing. Mientras universidades privadas colman sus cupos y multinacionales ofrecen salarios en dólares a quienes dominen esta técnica, la mayoría de los trabajadores argentinos queda excluida de un sistema que prometía democratizar el conocimiento, pero terminó reproduciendo antiguas desigualdades.
El fenómeno no es menor. Empresas como Netflix pagan hasta 300 mil dólares anuales a especialistas en prompt engineering, al tiempo que en Argentina un curso intensivo de nivel profesional puede costar lo mismo que un salario mínimo. La paradoja es evidente: una herramienta diseñada para simplificar tareas se ha vuelto un privilegio para quienes pueden pagar por su aprendizaje. El acceso a estas tecnologías requiere conexión estable a internet, hardware actualizado y, en muchos casos, plataformas premium como ChatGPT Plus. En un país con una marcada brecha digital, la diferencia entre quienes acceden a fibra óptica y quienes se conectan de forma precaria se ha acentuado año tras año.
El espejismo de la meritocracia tecnológica
La narrativa dominante presenta el dominio de estas herramientas como el resultado del esfuerzo individual, omitiendo las condiciones materiales que lo hacen posible. Se plantea que cualquiera puede convertirse en experto en IA con solo tomar un curso, pero rara vez se menciona que ese “cualquiera” necesita tiempo disponible, conexión estable y dispositivos modernos. En un contexto de salarios bajos y jornadas laborales extendidas, capacitarse es un lujo al que pocos pueden acceder. De este modo, una herramienta que podría democratizar el conocimiento se convierte en una fuente más de estrés y precarización para trabajadores ya exigidos.
El “sueño de la inteligencia artificial” como gran igualador social colisiona con la persistencia de exclusiones estructurales. La promesa de movilidad social a través de la IA se enfrenta con la realidad de un país donde el acceso al conocimiento sigue condicionado por el código postal y la situación económica.
A esto se suma la obsolescencia prevista del prompt engineering como competencia diferenciadora. Las propias empresas reconocen que, a medida que los modelos se vuelven más intuitivos, la necesidad de especialistas disminuirá. Se promueve la adquisición de una habilidad que pronto dejará de tener valor diferencial. En estudios jurídicos locales, abogados junior dedican horas a redactar instrucciones para contratos sin percibir remuneración adicional. En redacciones periodísticas, se normaliza el uso de prompts como “Resumí este discurso en tres tuits con tono crítico pero sin ofender al gobierno”. Incluso se han publicado artículos generados por IA en medios de circulación masiva, con el simple copiado de los resultados obtenidos.
Una cuestión política
La ausencia de regulación estatal respecto al uso de la IA en el ámbito laboral habilita que las empresas trasladen los costos de la adaptación tecnológica a los trabajadores, sin garantizar derechos ni condiciones.
Argentina no se ha dado un debate serio sobre esta transición tecnológica, cosa que sí ha hecho Chile, por ejemplo, avanzando con una legislación sobre neuroderechos y la Unión Europea, que se plantea directivas para proteger el empleo frente a la automatización.
La inteligencia artificial tiene el potencial de convertirse en una gran herramienta de equidad. Sin embargo, en un contexto de desregulación y ausencia del Estado, tiende a profundizar las desigualdades existentes. El prompt engineeringes apenas la punta del iceberg.
Frente a este panorama, se vuelve indispensable un debate profundo que convoque a todos los actores: un Estado eficiente que garantice el acceso y un sector privado que entienda que sin trabajadores formados y con capacidad de consumo, también se resiente la sostenibilidad del mercado. El desafío es técnico, político y estructural. Lo que está en juego no es solo quién escribe para las máquinas, sino quién queda fuera incluso de esa posibilidad.