
El gobierno presentó MIA, el primer agente de inteligencia artificial de nuestro Estado nacional. Si bien el anuncio se mostró como un paso hacia la modernización de la gestión pública y la atención ciudadana, la implementación encierra graves problemas de fondo: la plataforma funciona con el software Llama 4 de Meta, la misma compañía que concentra datos de miles de millones de usuarios en todo el mundo y que ha enfrentado múltiples denuncias por el uso indebido de información personal.
MIA es la continuación de TINA, el chatbot que permitía validar transacciones e integrar a más de 70 organismos nacionales. Sin embargo, mientras se habla de soberanía tecnológica y de servicios estatales modernos, la implementación se apoya en la infraestructura y en el modelo de negocios de una corporación que ha hecho del extractivismo de datos su razón de ser. En lugar de fortalecer capacidades propias, el Estado entrega la interacción de miles de ciudadanos a un sistema cuyo funcionamiento y destino final de la información son una incógnita.
El problema no es que la inteligencia artificial se utilice para mejorar trámites o consultas: eso puede ser valioso si se diseña con transparencia y marcos regulatorios sólidos. El problema es que, tal como se presentó, MIA invita a millones de argentinos a volcar información personal y sensible en un chatbot sin que se sepa con claridad qué datos se almacenan, en qué servidores se procesan, con qué fines se reutilizan ni bajo qué normas se protegen. Es el Estado pidiéndole a la ciudadanía confianza ciega en un actor privado que ya ha demostrado, en múltiples ocasiones, que su prioridad no es la privacidad ni el interés público.
El lanzamiento de MIA desnuda la paradoja de un Estado que habla de innovación pero que renuncia a construir infraestructura propia. Las preguntas se multiplican: ¿qué marco legal regula el uso de estos datos?, ¿qué organismo los audita?, ¿qué capacidad de control tienen los ciudadanos sobre su información? ¿Quién es el dueño de los datos? Como ya hemos mencionado varias veces en estas columnas, la titularidad y el dominio de los datos es un elemento fundamental tanto desde el punto de vista de la seguridad como de la soberanía. No obstante, en lugar de ensayar respuestas, el gobierno nacional eligió poner un logo corporativo al lado del escudo nacional y anunciarlo como una innovación.
La confianza en las instituciones no se construye con un bot y mucho menos con uno tercerizado en manos de una multinacional que ya concentra demasiado poder digital. Si la IA puede tener un lugar en la gestión pública, debe ser bajo reglas de soberanía tecnológica, con servidores locales, código auditable y mecanismos de control ciudadano. Cualquier otra cosa no es modernización: es entrega de datos y de confianza pública a quienes no tienen por qué custodiarla.
A su vez, detrás de este lanzamiento también aparece un fantasma reciente: el de Cambridge Analytica. Aquella empresa británica utilizó, sin consentimiento, los datos de millones de usuarios de Facebook (ahora Meta) para segmentar mensajes políticos y manipular procesos electorales en distintos países. Si entonces la información personal se transformó en un arma para condicionar voluntades, el riesgo hoy es que un proyecto como MIA, montado sobre la infraestructura de Meta, termine reproduciendo ese mismo esquema: enormes volúmenes de datos ciudadanos entregados a una corporación con antecedentes de uso opaco, sin garantías claras de protección ni de soberanía sobre la información.
Lo que está en juego con MIA no es la comodidad de hacer una consulta en segundos, sino la arquitectura misma de la relación entre Estado, tecnología y ciudadanía. Un gobierno que entrega la llave de la información pública a una corporación no está innovando: está abdicando de su responsabilidad más básica, la de proteger a sus ciudadanos. Más aún en un mundo en donde los datos se han vuelto un commodity que cotiza alto.
