
Albania se convirtió en el primer país en nombrar a una inteligencia artificial como ministra de su gabinete para gestionar y adjudicar las licitaciones públicas. La decisión, más allá del impacto mediático y del escepticismo, vuelve a poner en discusión hasta qué punto la IA puede convertirse en una herramienta para mejorar la calidad institucional, garantizar transparencia y modernizar la gestión pública. La flamante ministra se llama Diella y se incorpora a la gestión del primer ministro, Edi Rama, en su cuarto mandato.
El nombramiento no sólo sorprende por su simbolismo, también por el área elegida: las contrataciones públicas, un terreno históricamente atravesado, en el imaginario popular, por sospechas de corrupción y falta de control ciudadano. Que una inteligencia artificial se ocupe de esa función habla de un intento de mostrar que la tecnología puede ser aliada para ordenar procesos, estandarizar criterios y reducir márgenes de discrecionalidad.
Este tipo de innovaciones son otro ejemplo concreto de que la IA, aplicada con criterio y supervisión, puede convertirse en un factor clave para prevenir irregularidades. En un país donde las licitaciones públicas son permanente foco de sospechas y conflictos de intereses, contar con sistemas que aseguren trazabilidad y registros automáticos abre la posibilidad de un salto cualitativo. No se trata de reemplazar la función política, sino de apoyarla con mecanismos objetivos que dejan menos margen para la discrecionalidad.
Sin embargo, no hace falta viajar hasta los Balcanes para ver otros ejemplos concretos. En Argentina existen experiencias en curso que avanzan en la dirección correcta. Por caso, desde julio de este año, el municipio de Escobar utiliza la plataforma Ethix, que permite generar mayor trazabilidad y eficiencia en los procesos licitatorios. La herramienta, diseñada para aumentar la transparencia en la redacción de pliegos y asegurar un respaldo normativo, se suma a las certificaciones periódicas de la norma internacional ISO 37001, enfocada en la lucha anticorrupción. La apuesta implica menos burocracia y más control ciudadano sobre cómo se manejan los recursos públicos, todo con el soporte de la tecnología.
Por su parte, en la región, Chile ha comenzado a incorporar lineamientos éticos específicos en sus procesos de compra pública de tecnología. A través de ChileCompra y con el acompañamiento de universidades y organismos multilaterales, el país exige que los pliegos que incluyen sistemas de inteligencia artificial se diseñen con criterios de transparencia, revisión de sesgos y protección de datos. Se trata de un avance normativo que apunta a que la adopción de estas tecnologías no solo mejore la eficiencia, sino que también respete principios de equidad y derechos ciudadanos.
La cuestión de fondo es que la inteligencia artificial aplicada a la gestión pública no puede reducirse a un experimento aislado ni a un gesto simbólico. Su verdadero potencial aparece cuando se la integra en sistemas que ya cuentan con reglas claras de acceso a la información y con organismos de control capaces de auditar su desempeño. La IA puede automatizar partes del proceso, pero es la institucionalidad la que asegura que esos datos sean confiables, verificables y útiles para el control social.
A su vez, también hay una dimensión cultural que no se debe pasar por alto: la incorporación de inteligencia artificial en las licitaciones obliga a funcionarios, proveedores y ciudadanos a adaptarse a nuevas dinámicas de transparencia digital. Lo que antes se resolvía en expedientes en papel o en mesas de negociación cerradas, ahora puede dejar huella digital verificable y auditable en tiempo real. Este cambio, si se gestiona con seriedad, puede transformar no sólo la eficiencia administrativa, sino la relación de confianza entre Estado y sociedad.
La comparación con el caso albanés resulta más que ilustrativa. Nombrar a una ministra de IA puede generar visibilidad internacional, pero no necesariamente implica mejoras concretas en la vida de la ciudadanía. Pensar en inteligencia artificial como herramienta para la gestión estatal nos obliga también a discutir su marco normativo (y bienvenido sea). Los sistemas de IA que intervienen en decisiones públicas deben ser auditables, estar acompañados de protocolos éticos y garantizar que los datos con los que se entrenan no reproduzcan sesgos. La trazabilidad no se limita a seguir el camino de un expediente, sino también a abrir la “caja negra” de los algoritmos para que el ciudadano de a pie tenga la certeza de que las decisiones automatizadas cumplen con criterios de equidad y legalidad.
Lo interesante de estas experiencias es que ponen en evidencia un uso positivo y concreto de la inteligencia artificial en el sector público. En lugar de temer a un futuro de gobernantes robotizados, se trata de aprovechar la capacidad de la IA para resolver uno de los problemas más arraigados en la política argentina: la opacidad. Que los pliegos de una licitación tengan respaldo digital verificable, que las decisiones administrativas queden registradas paso a paso y que la normativa se aplique de manera estandarizada son avances que pueden fortalecer la confianza en las instituciones.
La inteligencia artificial en el Estado no tiene por qué ser un salto hacia lo desconocido. Puede, en cambio, ser un puente hacia un gobierno más transparente, ágil y eficiente. El desafío ahora es extender estas prácticas, consolidarlas con marcos regulatorios sólidos y entender que la verdadera “IAcracia” no se mide en cargos virtuales, sino en la capacidad de garantizar que cada peso público se administre con honestidad y trazabilidad.
